Las 22:43 marca una luz verdosa en mi cuarto. Yo me quedo absorta mirando parpadear esos dos puntos que van y vienen, hasta dejar de percibir con exactitud los números que allí se encuentran. ¿Cuánto ha pasado ya? ¿Dos? ¿Quizás tres horas?
Mientras, me doy cuenta del caos en el que me encuentro. Aunque no haya nada dejado al azar.
Yo soy la principal responsable de que me encuentre rodeada de mierda.
En el cubo de la basura se ha convertido mi espacio.
Papeles desordenados por doquier, que adquieren un tono nostálgico gracias a la tenue luz que aporta un flexo declinado sobre una de las paredes.
Botellas vacías de agua que nunca me da por tirar.
Cables y más cables saliendo de cada uno de los inútiles aparatos que el consumismo hizo que adquiriese.
Música digital empaquetada, que no me pertenece ni pertenecerá, dispuesta a ser escuchada a través de cascos enredados que se cansaron ya de funcionar.
Libros de poesía en un rincón esperando que un día de estos les otorgue el tiempo que merecen.
Una pequeña pila de platos en el lavabo.
Sí, en el lavabo. Esperando también a que me dé por dejar de guarrear.
El aroma del café que sigue, aunque poco, desprendiendose de un par tazas dejadas sobre la mesilla de noche.
Y por último, desecha. Como yo. Mi cama.
Siempre vacía.
Vacía del tú que aún no me existe.
O del Whatshisface...
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